sábado, 2 de agosto de 2014

Un día de principios de los 60 en la estación de Santa Cruz (II): El tren de las once menos cuarto


A principios de la década de los 60, un niño de unos once o doce años iba en su bicicleta con mucha frecuencia a la estación. Sin saber muy bien por qué, amaba estar junto a las locomotoras, sentir su fuerza, impregnarse de vapor, escuchar los tremendos sonidos de los arranques y ver saltar las chispas desde las ruedas patinando o escapándose desde el hogar. Pero era también, casi sin quererlo, un testigo mudo  de la vida de aquella estación, de sus gentes, sus costumbres y sus anécdotas. De las sensaciones, las emociones y  los recuerdos de aquel niño, y también de los cabos que de mayor ató mejor o peor, surgen ahora estos pequeños relatos referidos a cada uno de los trenes que pasaban diariamente en aquella época. En la entrada anterior recordamos al “tren de las nueve” y a sus gentes. Vamos a sumergirnos ahora en el recuerdo del tren de las once menos cuarto o “correo de Valencia”


A eso de las diez y media el gorrinillo debería haber llegado ya a Villacañas, el “tren de las nueve” estaría casi entrando en Atocha y el Talgo andaría mas allá de  Cuenca, camino de Valencia. A esa hora, iban apareciendo por la estación viajeros para el correo Madrid – Valencia por Cuenca, que llegaba a las once menos cuarto. Salía este tren de Madrid hacia las nueve de la mañana y llegaba a su destino hacia las siete o siete y media de la tarde. El cruce con el correo “descendente” Valencia – Madrid, se hacía en Cuenca o probablemente en alguna estación un poco más allá, quizás en Los Palancares o en Carboneras.  Pero, en cualquier caso, uno y otro se detenían en Cuenca sus buenos veinte o veinticinco minutos para que los viajeros pudieran comer rápidamente en la fonda o bien comprar bocadillos y bebidas. La locomotora titular de este tren siempre era una Mikado de las últimas series, fabricadas a finales de los 50 y desguazadas a finales de los 70, ¡con algo menos de 20 años de vida! Había una, la 141F-2355, a la que yo profesaba un afecto especial y por cuyas placas de matrícula, ahora ya de mayor, hubiera dado cualquier cosa. Los coches -vagones, se solían llamar entonces- eran normalmente “verderones”, coches con la caja de madera pero recubierta por chapa de color verde oscuro; a veces se intercalaba algún “costa”, los denominados popularmente de “balconcillos”, pero no era lo normal. 
Un "verderón" de tercera clase tal como los que llevaba el correo Madrid-Cuenca-Valencia. (Foto de autor desconocido)

Por supuesto, tras la locomotora aparecían un furgón de equipajes y un furgón de correos. De este modo, la composición normal del correo era la locomotora, el furgón de equipajes, el de correos, tres o cuatro “verderones” de tercera clase y otro “verderón” mixto de primera y tercera o bien simplemente de primera. A veces este tren arrastraba al final un vagón cerrado de mercancías sin que supiera nunca a ciencia cierta cual era su cometido concreto.

 Cuando en esta línea empezó a ser sustituida la tracción vapor por la diesel, este correo fue el primero en utilizarla. Todavía revivo, muchos años después, y lo he contado en este blog, la mezcla de sentimientos contrapuestos que experimenté cuando vi por primera vez una 1900 verde y amarilla a la cabeza de este tren. Me solía situar siempre en la zona donde quedaban las locomotoras, bien junto al muelle de carga en el caso de los trenes en dirección a Madrid o más allá del jardincillo de la estación, cerca ya de los muros de la bodega, en el caso de los que se dirigían a Cuenca. 

El correo Valencia-Cuenca-Madrid sale de la estación de Aranjuez conducido por una 1900 (original) (Foto Joan Acón/CARRIL)
No olvidaré nunca la impresión de sentir allí el olor del gasoil y de ver a dos palmos de mis narices, en los bajos de la locomotora, sus grandes depósitos. Era el progreso y, sin embargo,  también el comienzo del fin de la epopeya, tremendamente dura, pero a la vez profundamente romántica del vapor.  Empezaba el ocaso, quizás prematuro, de aquellas inmensas locomotoras, de aquellas máquinas negras, elegantes, relucientes y llenas de vida. Junto con las 1900, durante una buena temporada las locomotoras titulares fueron las 4000, unas enormes y elegantes locomotoras diesel alemanas de morros redondeados e imponentes. Era impresionante verlas circular por esta línea cuando realmente su destino eran los expresos y rápidos de Barcelona, Andalucía o Extremadura pero ahí estaban y dejaron un profundo recuerdo en las gentes que las contemplaron plenas de poder.

Ahora, a las once menos veinte, ya estaban todos los viajeros en la estación esperando el correo y un poco antes había llegado la raspa -una pequeña camioneta para diez o doce personas- desde la plaza. Algunos de ellos se dirigían a Cuenca, muy pocos a Valencia; los mas, que nunca eran muchos, iban a Tarancón para hacer alguna gestión rápida y poder tomar de regreso el mixto Cuenca – Aranjuez que salía de allí a las doce y veinte. Por tanto, disponían solamente de una hora y media escasa en la que había que ir a toda velocidad so pena de quedarse en Tarancón hasta las seis y media de la tarde. Puede comprenderse que la desesperación era grande cuando el correo venía con retraso, porque todavía quedaba menos tiempo para los asuntos a resolver. Pero no, era un tren “serio” y llegaba casi siempre con extraordinaria puntualidad entrando en la estación  con aspecto grave y circunspecto. Era una sensación muy distinta a la del tren de las nueve que había partido un par de horas antes para Madrid. En el caso de aquel, todo era bullicio y familiaridad en la estación y los coches eran hervideros de gente conocida y comunicativa. No así en el caso del correo; los “verderones”, con su pasillo lateral, permitían menos familiaridad, pero además los viajeros eran distintos. Se trataba en buena parte de gente de ciudad que se trasladaba a Cuenca o Valencia. Era curioso ver algunas veces, acodada en la barra dorada de la ventanilla del coche de primera, a alguna mujer solitaria, bien vestida y en silencio con la mirada perdida o ensoñadora, como alguien que explora fuera de su territorio a la búsqueda o al encuentro de algo o de alguien unas horas después en Cuenca o en Valencia. Esa visión calaba muy hondo en mí como símbolo de un misterio arcano que  nunca conocería pero que recordaría siempre con respeto, nostalgia y cariño.

Habían transcurrido ya dos minutos de parada y la Mikado se ponía en marcha rápidamente camino de Tarancón, tras escuchar el silbato del jefe de estación. Pocas emociones pueden ser tan fuertes como estar situado a su lado, en pleno arranque, atronando el silbato en los oídos,  envuelto en el vapor que escapaba de los purgadores y viendo a las ruedas patinar entre chispas tras las primeras emboladas de los cilindros. Unos segundos después, el ritmo se hacía cada vez mas regular y profundo y su sonido iba disminuyendo mientras los "vagones" desfilaban por delante, cada vez con mayor rapidez. Tras pasar el último por la curva del paso a nivel solo quedaba ya el resoplar lejano y el penacho de humo como recuerdo final de aquel pequeño universo que se iba.


De nuevo la estación iba quedando en silencio hasta la llegada del mixto de Cuenca a Aranjuez de la una menos veinte. Yo volvería con una cierta curiosidad…¿regresarían en él todos los que acababan de irse a Tarancón con la idea de tomarlo para la vuelta? ¿Quién de ellos lo perdería? Habría que esperar unas horas.