martes, 19 de agosto de 2014

Un día de principios de los sesenta en la estación de Santa Cruz (IV): el tren de las cinco y veinte

 En  entradas anteriores hemos recordado al “tren de las nueve” , al de las “once menos cuarto” y al de la “una menos veinte”. Acabada la mañana, el primer tren de la tarde era el de las “cinco y veinte”.


Si en el capítulo anterior recordaba la “eternidad” del tren de la una menos veinte, no menos “eternidad” arrastraba su gemelo, el tren de las cinco y veinte…que podía ser él de las seis menos veinte…o él de las seis y media…o él de las siete menos cuarto, tan irregular era su horario.

Tras el paso sobre la una del mediodía del Talgo de Valencia, al que me refería en el relato anterior, la estación quedaba sumida en un largo periodo de calma que duraba normalmente hasta las cinco de la tarde, salvo que hiciera acto de presencia en ese intervalo algún tren de mercancías, lo que no era muy frecuente. Los andenes estaban desiertos y dentro del edificio de la estación reinaba la calma sólo interrumpida circunstancialmente por alguien que venía a recoger alguna mercancía o a enterarse del horario de algún tren. En invierno, el ambiente triste y gris envolvía todo en un halo de soledad; a veces el viento, al soplar entre los cables del teléfono, producía sonidos oscuros y penetrantes que acrecentaban la sensación de desamparo. En verano, el sol caía a plomo sobre los railes, lo que provocaba reflejos acerados mezclados con los tenues espejismos provocados por el aire que se calentaba junto al suelo. Junto a todo ello, el canto de las chicharras contribuía a una sensación de vida en pausa sólo interrumpida de vez en cuando por el ruido lejano y cansino de algún tractor. Yo permanecía ahora en mi casa, aunque sin apartar mucho la vista de la ventana por la que, a lo lejos se veía la vía, cruzando por encima del camino del Pontón.

Entre las tres y las tres y media, aunque lejos de Santa Cruz, nuevos trenes empezaban a formarse o a moverse. En el anden principal de la estación de Atocha en Madrid, aparecía de nuevo la imagen magnífica del Talgo II que iba a efectuar su segundo servicio del día hacia Valencia por Cuenca.

El Talgo II en la estación de Atocha de Madrid, dispuesto a efectuar su servicio (foto de autor desconocido)
 En Aranjuez, la también magnífica, aunque ya algo achacosa, locomotora 1700 que había llegado poco antes arrastrando al tren de la una menos veinte de Santa Cruz, esperaba haciendo vapor la llegada del tren Madrid-Toledo.  De él se separarían dos coches costa que, junto con la 1700 y un número indeterminado de vagones de mercancías, formarían el “mixto” Aranjuez-Cuenca, que, para Santa Cruz, sería el mixto de las cinco y veinte.

Viajar en el mixto de las cinco y veinte era toda una aventura y sólo convenía emprenderla si no había mas remedio o los horarios no permitían otra cosa. Los pocos santacruceros que lo utilizaban eran algunos que habían ido por la mañana a Madrid o a Toledo y habiendo acabado pronto sus asuntos se les hacía demasiado esperar hasta el tren de las nueve de la noche. Pero, para mí, cuando en mis frecuentes viajes familiares entre Toledo y Santa Cruz tenía que viajar en ese tren, esa aventura se convertía en una experiencia fascinante.

Todo comenzaba con las maniobras de la 1700 en la estación de Aranjuez. La locomotora iba y venía de una vía a otra, recogiendo los distintos vagones de mercancías y por supuesto los dos coches de viajeros, que siempre iban justo detrás de la ella y del furgón de equipajes. Esta tarea duraba un tiempo indeterminado dado lo variable del número de vagones de mercancías que podían integrar el tren. Tras finalizar esta tarea a la que el chaval asistía fascinado, la locomotora avivaba el fuego con el fin de generar gran cantidad de vapor y así  poder coronar con éxito la cuesta de Ontígola, una subida de quince o veinte kilómetros desde poco mas allá de la estación de Aranjuez hasta la de Ocaña. En principio un repecho de este tipo no hubiera constituido ningún problema para una 1700, una locomotora que fue orgullo e insignia de la compañía MZA, pero que ya, con cuarenta años a sus espaldas, sí constituía un cierto reto para ella.

Entre unas cosas y otras se hacían las tres y media y, si no había surgido ningún inconveniente, el tren se ponía en marcha. Tras pasar por los complicados cruces y agujas de la estación de Aranjuez, tomaba la vía situada mas a izquierda que era la correspondiente a la línea de Cuenca. Hasta llegar a la estación de Ontígola la cuesta no era excesiva y la locomotora iba con potencia suficiente y buen ritmo. Tras la parada en esa estación en la que normalmente no se hacían maniobras aunque la detención era obligatoria, empezaba la lucha. La arrancada en cuesta, sobre todo si el tren llevaba bastantes vagones de mercancías, significaba un buen gasto de energía y por tanto de vapor para la locomotora. Ello obligaba al fogonero a avivar el fuego mediante grandes y contínuas paletadas de carbón desde el tender al hogar. A su vez el maquinista tenía que ser muy cuidadoso con la conducción para aprovechar muy bien el uso del vapor que se producía en la caldera. Todo ello se traducía normalmente en la salida de un intenso humo negro por la chimenea acompañado por partículas de carbón no del todo quemado, la llamada “carbonilla”, así como en un tremendo espectáculo de chispas, chirridos y resoplidos.

Naturalmente no podía perderme el espectáculo. Casi con medio cuerpo fuera de la ventanilla asistía al mismo en arrobo casi extático. Aprovechaba las curvas a favor para observar el cansino y lento movimiento de las bielas transmitiendo desde los cilindros a las ruedas la fuerza expansiva del vapor… al tiempo que la carbonilla aprovechaba para tiznar su cara y meterse en sus ojos…¡pero qué importaba!

Normalmente el tren subía cansinamente hasta Ocaña sin detenerse, pero algunas veces, bien fuera por el excesivo peso o por el estado de la locomotora, el tren tenía que pararse en plena cuesta, echar el freno y volver a hacer vapor hasta alcanzar la presión suficiente que le permitiera continuar. Ya definitivamente en la estación, y tras llenar el tender de agua, solían empezar las maniobras mientras el fogonero se bajaba un momento para rellenar el botijo en la cantina…

Las maniobras podían durar poco o mucho y el tren comenzaba a acumular retraso sobre el horario oficial al que podía sumarse al generado en la trabajosa subida de la cuesta. Si la cosa iba para largo, también algunos viajeros se apeaban para estirar las piernas o pasar a su vez por la cantina. Mientras tanto, mi cara, casi tan negra como la del fogonero, era observada con horror por mis padres, que trataban de limpiarla con lo que hubiera a mano mientras musitaban por lo bajo algo que sonaba como “¡… manía con la dichosa ventanilla!”

El tren de las cinco y veinte entre Villarrubia y Santa Cruz (ilustración de Santiago Almarza)

Acabadas las tareas de Ocaña, el tren continuaba, ya prácticamente llaneando, y por tanto con la 1700 mucho mas alegre, hacia Noblejas y Villarrubia. En estas estaciones las maniobras eran menos frecuentes que en Ocaña pero también se hacían, sobre todo para dejar o tomar vagones foudre de transporte de vinos. En cualquier caso, lo normal era que el retraso se fuera acumulando y que la llegada  a Santa Cruz, salvo algún día en que el tren no llevara mercancías, se produjera mas tarde de lo previsto.

En la estación de Santa Cruz la aventura para mí finalizaba… pero empezaba para algún osado santacrucero que pretendía hacer un viaje muy rápido a Tarancón, normalmente para llevar o traer algún paquete y volver en el siguiente  tren, el correo de Valencia, que salía  de allí a las seis y veinte.  Si no había mucho retraso se podía disponer de treinta o cuarenta minutos, lo que podía ser suficiente para un recado de ese tipo. Pero, con el retraso, el riesgo de la aventura aumentaba e incluía la posibilidad de tener que quedarse en Tarancón. Por eso, cuando a eso de las cinco o cinco y diez, el aventurero llegaba a la estación lo primero era dirigirse al jefe de la  estación y preguntarle ¿Con cuanto viene?


Y muchas veces yo veía como el aventurero ponía un gesto de desolación y se volvía hacía el pueblo.