martes, 8 de octubre de 2013

Una historia de "zaragozas"

Los "zaragozas" era la denominación corriente de aquellos pequeños automotores de dos ejes tipo "Wismar" que la compañía Cardé y Escoriaza de Zaragoza fabricó tanto en vía ancha como estrecha en la década de los 30 del siglo pasado. En RENFE fueron los matriculados 9014-9033, por detrás de los "talguillos" 9002-9013, a los que dediqué una entrada anterior de este blog. Eran muy llamativos por sus dos motores (uno en cada frontal) en voladizo con una apariencia de "hocico" muy pronunciado, algo que dio lugar que en alguna zona se los conociera como "los gorrinillos". Tuve ocasión de viajar en ellos en el servicio que a veces hacían entre Villacañas y Santa Cruz de la Zarza, allá por los años 60. Y digo "a veces" porque ese servicio se hacía con el material -supongo que del depósito de Alcázar- que hubiera disponible en cada momento: lo mismo lo hacía un "zaragoza" que un Ganz grande o incluso una 240 Renfe con furgón y dos coches de madera de ejes.

En aquella época no disponía de máquina fotográfica y no tengo por tanto imágenes propias que aportar, pero lo que sí transcribo a continuación es un relato que publiqué hace años en una revista local y que refiere como era la jornada en esa época en una estación de la línea Madrid-Cuenca. La parte del relato que va a continuación se refiere a la llegada y salida del primer tren de la mañana, el semidirecto Cuenca-Madrid y, como se verá, el pequeño "zaragoza" cumplía un papel importante.



           EL TREN DE LAS NUEVE

 

Esta ilustración de mi buen amigo Santiago Almarza describe perfectamente el ambiente en la estación a primera hora de la mañana. En la vía principal está estacionado el semidirecto Cuenca-Madrid con una Mikado al frente esperando la llegada del "zaragoza" procedente de Villacañas.

Todo el mundo lo conocía por ese nombre si bien su llegada oficial a la estación de Santa Cruz era a las nueve menos veinte. Era el primer tren del día, salía de Cuenca hacia las seis de la mañana y en el lenguaje de RENFE era nada menos que el “semidirecto” Cuenca-Madrid. Cuantas veces he imaginado, casi como el inicio de una epopeya, la salida de Cuenca en la oscura noche invernal con los vagones todavía casi helados arrastrados por una locomotora que había permanecido toda la noche encendida para asegurar su buen funcionamiento en esas profundas horas de la madrugada.

Ya a las ocho de la mañana aparecían por la estación los más madrugadores. Normalmente eran personas que no viajaban pero que querían participar en ese ambiente que se iba creando poco a poco en la estación y que por unos pocos minutos se convertía en el lugar de reunión de las fuerzas vivas del pueblo. Sobre las ocho y cuarto u ocho y veinte llegaba la “Raspa”, aquella vieja camioneta Chevrolet verde que transportaba con no pocas dificultades a las personas que subían desde la Plaza. También llegaba algún que otro “600” y algún carro o carretín. En el andén de la estación y en el vestíbulo del edificio estaban en animada charla gente del campo, maestros que iban a Toledo o a Ocaña, alguno de los curas y no solía faltar a la cita la pareja de la Guardia Civil. Una figura clave era Luis el ordinario que día a día recibía los encargos mas variopintos para Madrid y que volvía con ellos resueltos –y con las películas para el cine del tio Boni- en el último tren de la noche.

A las ocho y veinte todo el mundo estaba pendiente de la “salida”. Cuando el tren arrancaba de Tarancón el jefe de la estación de Santa Cruz tocaba la campanilla, señal inequívoca de que en veinte minutos llegaría el semidirecto. Entonces todo el ambiente se transformaba. Los viajeros corrían a comprar los billetes en la taquilla, algunos hombres sacaban su reloj de cadena del bolsillo y lo miraban con gesto complacido o displicente según si había retraso o no. El mozo guardagujas montaba en su bici y se iba hacia la casilla del cambio. Los mas rezagados llegaban corriendo tras haber oído la campanilla a lo lejos, muchos buscaban afanosamente al ordinario para los últimos encargos y un padre señalaba a su hijo el horizonte hacia aquel punto en que tendría ya que verse el penacho de humo de la locomotora a medio camino entre un pueblo y otro.

Al fin, el tren de las nueve aparecía por la curva del paso a nivel con su locomotora “Mikado” negra y reluciente a la cabeza. De pronto abandonaba en agujas la vía directa,  se desviaba hacia la del andén principal y por un momento parecía que se iba a echar encima de todos los que esperaban. Retomaba de nuevo su dirección y entraba, majestuosa, vaporosa y chirriante en la estación. En la cabina, acodados el maquinista y el fogonero manejando frenos y regulador, aparecían como los héroes de esa epopeya iniciada en Cuenca casi tres horas antes. Tras la máquina y el tender, los furgones de mercancías y de correos, tres o cuatro coches de tercera clase y uno de segunda. Estos coches eran siempre de madera y con frecuencia de “balconcillos” aunque a veces aparecían, o se mezclaban con ellos, los “verderones”, también  de madera, aunque forrados de chapa metálica verde y de pasillo lateral.

Todo eran carreras en ese momento. Algunos habían averiguado al paso del tren qué vagones iban mas vacíos y se dirigían a ellos, Luis el ordinario se encaminaba con su carricoche y su ayudante y con toda calma hacia su posición habitual; algunos niños tiraban de la manga de la chaqueta de  su padre porque querían subir en un vagón de los de balconcillos con unas ventanillas mucho mas bajas y asequibles. Llegaba corriendo algún rezagado que se montaba sin billete bajo la mirada amonestadora del jefe de estación que ya, con gorra y banderín rojos, se dirigía lentamente hacia la locomotora para dar la salida.

Y entonces se oía un  pitido agudo y apresurado a lo lejos. Era el “gorrinillo”. El “gorrinillo” era el apodo de un pequeño automotor tipo “Zaragoza” y que cubría dos veces al día en  trayecto de ida y vuelta la línea de Villacañas a Santa Cruz. El apodo le venía de sus dos motores en voladizo que recordaban vagamente la apariencia de un “gorrino”. Teóricamente el bueno de “el gorrinillo” debía de llegar un poco antes que el “semidirecto” con el que tenía que enlazar pero no eran pocas las veces que, bien por alifafes del viejo automotor o por retrasos en su trayecto por Lillo, Corral de Almaguer o Mudela, llegaba cuando aquel ya estaba en Santa Cruz. La aparición tardía del “gorrinillo” era algo que preocupaba a todos y a veces soliviantaba a algunos. Era el caso que, según los horarios oficiales, el “semidirecto” debía cruzarse en Villarrubia con el primer TALGO II Madrid-Valencia, pero la cosa andaba tan justa, tan justa, que a poco que el “semidirecto” se retrasara o bien lo hiciera el “gorrinillo”, el cruce había que hacerlo en Santa Cruz. Entonces la llegada a Madrid también se retrasaba o el enlace en Aranjuez con el tren “turista”, que iba de Madrid a Toledo, se ponía complicado. Ello explica el enfado que suscitaba entre los viajeros el retraso del “gorrinillo”, el oteo contínuo del horizonte hasta verle aparecer o el aspecto compungido de los viajeros que venian en él mientras esperaban que bajaran sus bultos de la baca sintiéndose blanco de las miradas de los arrogantes viajeros del “semidirecto”.

Pero tal circunstancia se convertía en un espectáculo de excepción para alguien que amara los trenes cuando al final aparecía el Talgo. En la vía del andén principal estaba el “semidirecto” con su “Mikado” a la cabeza haciendo vapor y resoplando como un animal enjaulado; por la vía directa imponente, plateado y ligero pasaba raudo el Talgo haciendo sonar su majestuosa sirena –quizás el mas bello sonido del ferrocarril español- y al otro lado del andén secundario descansaba el humilde “gorrinillo” recuperándose de su ajetreada carrera.

Se alejaba presuroso el Talgo hacia Tarancón, arrancaba patinando, resoplando y chirriando la “Mikado” hacia Villarrubia y cuando el último vagón dejaba ya libre el andén algunos chavales buscaban las “perras” que habían puesto sobre los carriles y que aparecían deformadas con apariencias inverosímiles. El “gorrinillo”, ahora ya con toda tranquilidad, con su otro motor en marcha, esperaba el fin de la charla entre su maquinista y el jefe de la estación que iba a darle la salida. Sonaba el pitido del jefe, bramaba la bocina del automotor, entraba la primera y el motor rugía mientras aceleraba, después la segunda…y luego quizás, allá a lo lejos, la tercera. La estación se quedaba toda en silencio. 

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