Durante este tiempo de verano, con el fin de cambiar un poco de registro, me ha parecido oportuno compartir con mis lectores estos recuerdos de infancia de lo que eran los trenes de RENFE -y los viajes en ellos- en los años 60 del siglo pasado. Son cinco capítulos que creo que resultarán interesantes tanto para los aficionados que vivieron también esa época como para los que no la conocieron, pero nos oyen hablar de ella con nostalgia y cariño.
En septiembre continuaré con las entradas habituales.
A principios de la década de los 60, un niño de unos once
o doce años iba en su bicicleta con mucha frecuencia a la estación. Sin saber
muy bien porqué, amaba estar junto a las locomotoras, sentir su fuerza,
impregnarse de vapor, escuchar los tremendos sonidos de los arranques y ver
saltar las chispas desde las ruedas patinando o escapándose desde el hogar.
Pero era también, casi sin quererlo, un testigo mudo de la vida de aquella estación, de sus gentes,
sus costumbres y sus anécdotas. De las sensaciones, las emociones y los recuerdos de aquel niño, y también de los
cabos que de mayor ató mejor o peor, surgen ahora estos pequeños relatos que
quiere compartir con otros aficionados y que comienza con “el tren de las
nueve”
Todo el mundo lo conocía por ese nombre si
bien su llegada oficial a la estación de Santa Cruz era a las nueve menos
veinte. Era el primer tren del día. Salía de Cuenca hacia las seis de la mañana
y en el lenguaje de RENFE era nada menos que el semidirecto Cuenca-Madrid. Cuantas
veces he imaginado, casi como el inicio de una epopeya, la salida de Cuenca en
la oscura noche invernal con los vagones todavía casi helados arrastrados por
una locomotora que había permanecido toda la noche encendida para asegurar su
buen funcionamiento en esas profundas horas de la madrugada.
Ya a las ocho de la
mañana aparecían por la estación los más madrugadores. Normalmente eran
personas que no viajaban pero que querían participar en ese ambiente que se iba
creando poco a poco en la estación y que por unos pocos minutos se convertía en
el lugar de reunión de las fuerzas vivas del pueblo. Sobre las ocho y cuarto u
ocho y veinte llegaba la Raspa, aquella vieja camioneta Chevrolet verde que
transportaba con no pocas dificultades a las personas que subían desde la
Plaza. También llegaba algún que otro 600 y algún carro o carretín. En el
andén de la estación y en el vestíbulo del edificio estaban en animada charla gente
del campo, maestros que iban a Toledo o a Ocaña, alguno de los curas y no solía
faltar a la cita la pareja de la Guardia Civil. Una figura clave era Luis el
ordinario que, día a día, recibía los encargos mas variopintos para Madrid y que
volvía con ellos resueltos –y con las películas para el cine del tio Boni- en
el último tren de la noche.
A las ocho y veinte
todo el mundo estaba pendiente de la “salida”. Cuando el tren arrancaba de
Tarancón, el jefe de la estación de Santa Cruz tocaba la campanilla, señal
inequívoca de que en veinte minutos llegaría el semidirecto. Entonces todo el
ambiente se transformaba. Los viajeros corrían a comprar los billetes en la
taquilla, algunos hombres sacaban su reloj de cadena del bolsillo y lo miraban
con gesto complacido o displicente según si había retraso o no. El mozo
guardagujas montaba en su bici y se iba hacia la casilla del cambio. Los mas
rezagados llegaban corriendo tras haber oído la campanilla a lo lejos; muchos
buscaban afanosamente al ordinario para los últimos encargos y un padre
señalaba a su hijo el horizonte hacia aquel punto en que tendría ya que verse
el penacho de humo de la locomotora a medio camino entre un pueblo y otro.
El semidirecto Cuenca-Madrid, con la Mikado en cabeza, entra en la estación de Santa Cruz. Al fondo aparece el gorrinillo o Zaragoza (ilustración de Santiago Almarza) |
Al fin, el tren de
las nueve aparecía por la curva del paso a nivel con su locomotora Mikado negra y reluciente a la cabeza. De pronto, abandonaba en agujas la vía directa, se desviaba hacia la del andén principal y
por un momento parecía que se iba a echar encima de todos los que esperaban.
Retomaba de nuevo su dirección y entraba, majestuosa, vaporosa y chirriante en
la estación. En la cabina, acodados el maquinista y el fogonero manejando
frenos y regulador, aparecían a los ojos de aquel niño como los héroes de esa
epopeya iniciada en Cuenca casi tres horas antes. Tras la máquina y el tender,
los furgones de mercancías y de correos, tres o cuatro coches de tercera clase
y uno de segunda. Estos coches eran siempre de madera y con frecuencia de balconcillos aunque a veces aparecían, o se mezclaban con ellos, los verderones, también de madera, aunque
forrados de chapa metálica verde y con pasillo lateral.
Todo eran carreras
en ese momento. Algunos habían averiguado al paso del tren que coches iban mas
vacíos y se dirigían a ellos, Luis el ordinario se encaminaba con su carricoche
y su ayudante, con toda calma, hacia su posición habitual; algunos niños
tiraban de la manga de la chaqueta de su
padre porque querían subir en un coche de los de balconcillos con unas
ventanillas mucho mas bajas y asequibles. Llegaba corriendo algún rezagado que
se montaba sin billete bajo la mirada amonestadora del jefe de estación que ya,
con gorra y banderín rojos, se dirigía lentamente hacia la locomotora para dar
la salida.
Y entonces se oía
un pitido agudo y apresurado a lo lejos.
Era el gorrinillo. El gorrinillo era un pequeño automotor, apodado
técnicamente Zaragoza, que cubría dos veces al día, en trayecto de ida y vuelta, la línea de
Villacañas a Santa Cruz. El apodo le venía de sus dos motores en voladizo que
recordaban vagamente la apariencia de un “gorrino”. Teóricamente el bueno del gorrinillo debía de llegar un poco antes que el semidirecto con el que
tenía que enlazar, pero no eran pocas las veces que, bien por alifafes del viejo
automotor o por retrasos en su trayecto por Lillo, Corral de Almaguer o Mudela,
llegaba cuando aquel ya estaba en Santa Cruz. Su aparición tardía era algo que preocupaba a todos y a veces hasta soliviantaba a algunos.
Era el caso que, según los horarios oficiales, el semidirecto debía cruzarse
en Villarrubia con el primer Talgo Madrid-Valencia, pero la cosa andaba tan
justa, tan justa, que a poco que se retrasara, o bien lo
hiciera el gorrinillo, el cruce había que hacerlo en Santa Cruz. Entonces la
llegada a Madrid también se retrasaba o el enlace en Aranjuez con el tren “turista”,
que iba de Madrid a Toledo, se ponía complicado. Ello explica el enfado que
suscitaba entre los viajeros el retraso del viejo Zaragoza, el oteo continuo del
horizonte hasta verle aparecer o el aspecto compungido de sus viajeros, mientras
esperaban que bajaran sus bultos de la baca, sintiéndose blanco de las miradas
de los arrogantes viajeros del Cuenca-Madrid.
Pero tal
circunstancia se convertía en un espectáculo de excepción para alguien que
amara los trenes, cuando al final aparecía el Talgo. En la vía del andén
principal estaba el semidirecto con su Mikado a la cabeza haciendo vapor y
resoplando como un animal enjaulado; por la vía directa, imponente, plateado y
ligero pasaba raudo el Talgo haciendo sonar su majestuosa sirena –quizás el mas
bello sonido del ferrocarril español- y al otro lado del andén secundario descansaba
el humilde gorrinillo recuperándose de su ajetreada carrera.
Se alejaba presuroso
el Talgo hacia Tarancón, y arrancaba patinando, resoplando y chirriando la Mikado hacia Villarrubia. Mientras tanto, el pequeño automotor, ahora ya con toda tranquilidad y con su otro motor en marcha, esperaba el fin de la charla entre su maquinista y
el jefe de la estación que iba a darle la salida. Sonaba el pitido del jefe,
bramaba la bocina del automotor, entraba la primera y el motor rugía mientras aceleraba,
después la segunda…y luego quizás, allá a lo lejos, la tercera. La estación se
quedaba toda en silencio. Un niño, también en silencio y también en felicidad, tomaba
de nuevo su bici y volvía a casa.
A las once menos
cuarto llegaría el correo Madrid-Valencia. Estaría esperándole.