A principios de la década de los 60, un niño de unos once
o doce años iba en su bicicleta con mucha frecuencia a la estación. Sin saber
muy bien por qué, amaba estar junto a las locomotoras, sentir su fuerza,
impregnarse de vapor, escuchar los tremendos sonidos de los arranques y ver
saltar las chispas desde las ruedas patinando o escapándose desde el hogar.
Pero era también, casi sin quererlo, un testigo mudo de la vida de aquella estación, de sus gentes,
sus costumbres y sus anécdotas. De las sensaciones, las emociones y los recuerdos de aquel niño, y también de los
cabos que de mayor ató mejor o peor, surgen ahora estos pequeños relatos referidos
a cada uno de los trenes que pasaban diariamente en aquella época. En la entrada anterior recordamos al “tren de las nueve” y a sus gentes. Vamos
a sumergirnos ahora en el recuerdo del tren de las once menos cuarto o “correo
de Valencia”
A eso de las diez y
media el gorrinillo debería haber llegado ya a Villacañas, el “tren de las nueve” estaría casi entrando en Atocha y el Talgo andaría
mas allá de Cuenca, camino de Valencia. A
esa hora, iban apareciendo por la estación viajeros para el correo Madrid – Valencia por
Cuenca, que llegaba a las once menos cuarto. Salía este tren de Madrid hacia las
nueve de la mañana y llegaba a su destino hacia las siete o siete y media de la
tarde. El cruce con el correo “descendente” Valencia – Madrid, se hacía en
Cuenca o probablemente en alguna estación un poco más allá, quizás en Los
Palancares o en Carboneras. Pero, en
cualquier caso, uno y otro se detenían en Cuenca sus buenos veinte o veinticinco minutos para
que los viajeros pudieran comer rápidamente en la fonda o bien comprar
bocadillos y bebidas. La locomotora titular de este tren siempre era
una Mikado de las últimas series, fabricadas a finales de los 50 y desguazadas a
finales de los 70, ¡con algo menos de 20 años de vida! Había una, la 141F-2355,
a la que yo profesaba un afecto especial y por cuyas placas de
matrícula, ahora ya de mayor, hubiera dado cualquier cosa. Los coches -vagones,
se solían llamar entonces- eran normalmente “verderones”, coches con la caja de
madera pero recubierta por chapa de color verde oscuro; a veces se intercalaba
algún “costa”, los denominados popularmente de “balconcillos”, pero no era lo
normal.
Un "verderón" de tercera clase tal como los que llevaba el correo Madrid-Cuenca-Valencia. (Foto de autor desconocido) |
Por supuesto, tras la locomotora aparecían un furgón de equipajes y un
furgón de correos. De este modo, la composición normal del correo era la
locomotora, el furgón de equipajes, el de correos, tres o cuatro “verderones”
de tercera clase y otro “verderón” mixto de primera y tercera o bien
simplemente de primera. A veces este tren arrastraba al final un vagón cerrado
de mercancías sin que supiera nunca a ciencia cierta cual era su cometido concreto.
Cuando en esta línea empezó a ser sustituida
la tracción vapor por la diesel, este correo fue el primero en utilizarla. Todavía revivo, muchos años después, y lo he contado en este blog, la mezcla de sentimientos
contrapuestos que experimenté cuando vi por primera vez una 1900 verde y
amarilla a la cabeza de este tren. Me solía situar siempre en la zona donde
quedaban las locomotoras, bien junto al muelle de carga en el caso de los
trenes en dirección a Madrid o más allá del jardincillo de la estación, cerca
ya de los muros de la bodega, en el caso de los que se dirigían a Cuenca.
El correo Valencia-Cuenca-Madrid sale de la estación de Aranjuez conducido por una 1900 (original) (Foto Joan Acón/CARRIL) |
No
olvidaré nunca la impresión de sentir allí el olor del gasoil y de ver a dos
palmos de mis narices, en los bajos de la locomotora, sus grandes depósitos. Era el progreso y, sin embargo, también el comienzo del fin de la epopeya, tremendamente
dura, pero a la vez profundamente romántica del vapor. Empezaba el ocaso, quizás
prematuro, de aquellas inmensas locomotoras, de aquellas máquinas negras, elegantes,
relucientes y llenas de vida. Junto con las 1900, durante una buena temporada
las locomotoras titulares fueron las 4000, unas enormes y elegantes locomotoras
diesel alemanas de morros redondeados e imponentes. Era impresionante verlas
circular por esta línea cuando realmente su destino eran los expresos y rápidos
de Barcelona, Andalucía o Extremadura pero ahí estaban y dejaron un profundo
recuerdo en las gentes que las contemplaron plenas de poder.
Ahora, a las once
menos veinte, ya estaban todos los viajeros en la estación esperando el correo
y un poco antes había llegado la raspa -una pequeña camioneta para diez o doce personas- desde la plaza. Algunos de ellos se
dirigían a Cuenca, muy pocos a Valencia; los mas, que nunca eran muchos, iban a
Tarancón para hacer alguna gestión rápida y poder tomar de regreso el mixto
Cuenca – Aranjuez que salía de allí a las doce y veinte. Por tanto, disponían solamente
de una hora y media escasa en la que había que ir a toda velocidad so pena de
quedarse en Tarancón hasta las seis y media de la tarde. Puede comprenderse que la desesperación era grande
cuando el correo venía con retraso, porque todavía quedaba menos tiempo para
los asuntos a resolver. Pero no, era un tren “serio” y llegaba casi
siempre con extraordinaria puntualidad entrando en la estación con aspecto grave y circunspecto. Era una
sensación muy distinta a la del tren de las nueve que había partido un par de
horas antes para Madrid. En el caso de aquel, todo era bullicio y familiaridad
en la estación y los coches eran hervideros de gente conocida y comunicativa.
No así en el caso del correo; los “verderones”, con su pasillo lateral, permitían
menos familiaridad, pero además los viajeros eran distintos. Se trataba en buena
parte de gente de ciudad que se trasladaba a Cuenca o Valencia. Era curioso ver
algunas veces, acodada en la barra dorada de la ventanilla del coche de
primera, a alguna mujer solitaria, bien vestida y en silencio con la mirada
perdida o ensoñadora, como alguien que explora fuera de su territorio a la
búsqueda o al encuentro de algo o de alguien unas horas después en Cuenca o en
Valencia. Esa visión calaba muy hondo en mí como símbolo
de un misterio arcano que nunca
conocería pero que recordaría siempre con respeto, nostalgia y cariño.
Habían transcurrido
ya dos minutos de parada y la Mikado se ponía en marcha rápidamente camino de
Tarancón, tras escuchar el silbato del jefe de estación. Pocas emociones pueden
ser tan fuertes como estar situado a su lado, en pleno arranque, atronando el
silbato en los oídos, envuelto en el
vapor que escapaba de los purgadores y viendo a las ruedas patinar entre chispas
tras las primeras emboladas de los cilindros. Unos segundos después, el ritmo
se hacía cada vez mas regular y profundo y su sonido iba disminuyendo mientras
los "vagones" desfilaban por delante, cada vez con mayor rapidez. Tras pasar el
último por la curva del paso a nivel solo quedaba ya el resoplar lejano y el
penacho de humo como recuerdo final de aquel pequeño universo que se iba.
De nuevo la
estación iba quedando en silencio hasta la llegada del mixto de Cuenca a
Aranjuez de la una menos veinte. Yo volvería con
una cierta curiosidad…¿regresarían en él todos los que acababan de irse a
Tarancón con la idea de tomarlo para la vuelta? ¿Quién de ellos lo perdería?
Habría que esperar unas horas.