En entradas anteriores hemos recordado
al “tren de las nueve” , al de las “once menos cuarto” y al de la “una menos veinte”. Acabada la mañana, el primer tren de la tarde era el de las “cinco y
veinte”.
Si
en el capítulo anterior recordaba la “eternidad” del tren de la una menos
veinte, no menos “eternidad” arrastraba su gemelo, el tren de las cinco y
veinte…que podía ser él de las seis menos veinte…o él de las seis y media…o él de
las siete menos cuarto, tan irregular era su horario.
Tras
el paso sobre la una del mediodía del Talgo de Valencia, al que me refería en
el relato anterior, la estación quedaba sumida en un largo periodo de calma que
duraba normalmente hasta las cinco de la tarde, salvo que hiciera acto de
presencia en ese intervalo algún tren de mercancías, lo que no era muy
frecuente. Los andenes estaban desiertos y dentro del edificio de la estación
reinaba la calma sólo interrumpida circunstancialmente por alguien que venía a
recoger alguna mercancía o a enterarse del horario de algún tren. En invierno,
el ambiente triste y gris envolvía todo en un halo de soledad; a veces el
viento, al soplar entre los cables del teléfono, producía sonidos oscuros y
penetrantes que acrecentaban la sensación de desamparo. En verano, el sol caía
a plomo sobre los railes, lo que provocaba reflejos acerados mezclados con los
tenues espejismos provocados por el aire que se calentaba junto al suelo. Junto
a todo ello, el canto de las chicharras contribuía a una sensación de vida en
pausa sólo interrumpida de vez en cuando por el ruido lejano y cansino de algún
tractor. Yo permanecía ahora en mi casa, aunque sin
apartar mucho la vista de la ventana por la que, a lo lejos se veía la vía,
cruzando por encima del camino del Pontón.
Entre
las tres y las tres y media, aunque lejos de Santa Cruz, nuevos trenes
empezaban a formarse o a moverse. En el anden principal de la estación de
Atocha en Madrid, aparecía de nuevo la imagen magnífica del Talgo II que iba a
efectuar su segundo servicio del día hacia Valencia por Cuenca.
El Talgo II en la estación de Atocha de Madrid, dispuesto a efectuar su servicio (foto de autor desconocido) |
En Aranjuez, la
también magnífica, aunque ya algo achacosa, locomotora 1700 que había llegado
poco antes arrastrando al tren de la una menos veinte de Santa Cruz, esperaba haciendo vapor la llegada del tren Madrid-Toledo. De él se separarían dos coches costa que,
junto con la 1700 y un número indeterminado de vagones de mercancías, formarían
el “mixto” Aranjuez-Cuenca, que, para Santa Cruz, sería el mixto de las cinco y
veinte.
Viajar
en el mixto de las cinco y veinte era toda una aventura y sólo convenía
emprenderla si no había mas remedio o los horarios no permitían otra cosa. Los
pocos santacruceros que lo utilizaban eran algunos que habían ido por la mañana
a Madrid o a Toledo y habiendo acabado pronto sus asuntos se les hacía
demasiado esperar hasta el tren de las nueve de la noche. Pero, para mí, cuando en mis frecuentes viajes familiares entre Toledo y Santa
Cruz tenía que viajar en ese tren, esa aventura se convertía en una experiencia
fascinante.
Todo
comenzaba con las maniobras de la 1700 en la estación de Aranjuez. La
locomotora iba y venía de una vía a otra, recogiendo los distintos vagones de
mercancías y por supuesto los dos coches de viajeros, que siempre iban justo
detrás de la ella y del furgón de equipajes. Esta tarea duraba un tiempo
indeterminado dado lo variable del número de vagones de mercancías que podían
integrar el tren. Tras finalizar esta tarea a la que el chaval asistía
fascinado, la locomotora avivaba el fuego con el fin de generar gran cantidad
de vapor y así poder coronar con éxito
la cuesta de Ontígola, una subida de quince o veinte kilómetros desde poco
mas allá de la estación de Aranjuez hasta la de Ocaña. En principio un repecho de este tipo no hubiera constituido ningún problema para una 1700, una
locomotora que fue orgullo e insignia de la compañía MZA, pero que ya, con cuarenta
años a sus espaldas, sí constituía un cierto reto para ella.
Entre
unas cosas y otras se hacían las tres y media y, si no había surgido ningún
inconveniente, el tren se ponía en marcha. Tras pasar por los complicados
cruces y agujas de la estación de Aranjuez, tomaba la vía situada mas a
izquierda que era la correspondiente a la línea de Cuenca. Hasta llegar a la
estación de Ontígola la cuesta no era excesiva y la locomotora iba con potencia
suficiente y buen ritmo. Tras la parada en esa estación en la que normalmente
no se hacían maniobras aunque la detención era obligatoria, empezaba la lucha.
La arrancada en cuesta, sobre todo si el tren llevaba bastantes vagones de
mercancías, significaba un buen gasto de energía y por tanto de vapor para la
locomotora. Ello obligaba al fogonero a avivar el fuego mediante grandes y
contínuas paletadas de carbón desde el tender al hogar. A su vez el maquinista
tenía que ser muy cuidadoso con la conducción para aprovechar muy bien el uso del
vapor que se producía en la caldera. Todo ello se traducía normalmente en la
salida de un intenso humo negro por la chimenea acompañado por partículas de
carbón no del todo quemado, la llamada “carbonilla”, así como en un tremendo
espectáculo de chispas, chirridos y resoplidos.
Naturalmente no podía perderme el espectáculo. Casi con medio cuerpo fuera de la ventanilla
asistía al mismo en arrobo casi extático. Aprovechaba las curvas a favor para
observar el cansino y lento movimiento de las bielas transmitiendo desde los
cilindros a las ruedas la fuerza expansiva del vapor… al tiempo que la carbonilla
aprovechaba para tiznar su cara y meterse en sus ojos…¡pero qué importaba!
Normalmente
el tren subía cansinamente hasta Ocaña sin detenerse, pero algunas veces, bien
fuera por el excesivo peso o por el estado de la locomotora, el tren
tenía que pararse en plena cuesta, echar el freno y volver a hacer vapor hasta alcanzar la presión suficiente que le permitiera continuar. Ya
definitivamente en la estación, y tras llenar el tender de agua, solían empezar
las maniobras mientras el fogonero se bajaba un momento para rellenar el botijo
en la cantina…
Las
maniobras podían durar poco o mucho y el tren comenzaba a acumular retraso sobre
el horario oficial al que podía sumarse al generado en la trabajosa subida de
la cuesta. Si la cosa iba para largo, también algunos viajeros se apeaban para
estirar las piernas o pasar a su vez por la cantina. Mientras tanto, mi cara, casi tan negra como la del fogonero, era observada con horror por mis padres, que trataban de limpiarla con lo que hubiera a mano mientras musitaban
por lo bajo algo que sonaba como “¡… manía con la dichosa ventanilla!”
El tren de las cinco y veinte entre Villarrubia y Santa Cruz (ilustración de Santiago Almarza) |
Acabadas
las tareas de Ocaña, el tren continuaba, ya prácticamente llaneando, y por tanto
con la 1700 mucho mas alegre, hacia Noblejas y Villarrubia. En estas estaciones
las maniobras eran menos frecuentes que en Ocaña pero también se hacían, sobre
todo para dejar o tomar vagones foudre de transporte de vinos. En cualquier
caso, lo normal era que el retraso se fuera acumulando y que la llegada a Santa Cruz, salvo algún día en que el tren
no llevara mercancías, se produjera mas tarde de lo previsto.
En
la estación de Santa Cruz la aventura para mí finalizaba… pero empezaba
para algún osado santacrucero que pretendía hacer un viaje muy rápido a
Tarancón, normalmente para llevar o traer algún paquete y volver en el
siguiente tren, el correo de Valencia,
que salía de allí a las seis y veinte. Si no había mucho retraso se podía disponer
de treinta o cuarenta minutos, lo que podía ser suficiente para un recado de
ese tipo. Pero, con el retraso, el riesgo de la aventura aumentaba e incluía la
posibilidad de tener que quedarse en Tarancón. Por eso, cuando a eso de las
cinco o cinco y diez, el aventurero llegaba a la estación lo primero era
dirigirse al jefe de la estación y
preguntarle ¿Con cuanto viene?
Y
muchas veces yo veía como el aventurero ponía un gesto de desolación y
se volvía hacía el pueblo.