En entradas anteriores hemos recordado
al “tren de las nueve” , al de las “once menos cuarto”, al de la “una menos veinte” y al de las “cinco y veinte”. Con este nuevo capítulo, que recuerda a
los últimos trenes del día, y muy especialmente al “de las nueve”, el último
tren de Madrid a Cuenca, finaliza esta modesta aventura narrativa en la que he estado felizmente acompañado por el dibujo diestro y
entrañable de mi querido amigo Santiago Almarza.
Dejábamos el relato en el punto en
que el
tren de las cinco llegaba con tanto retraso que frustraba el viaje de los
que querían hacer un desplazamiento relámpago a Tarancón y volver con toda
rapidez a Santa Cruz en el tren de las
siete, en realidad de las siete menos veinte. “El tren de las siete” era el
correo Valencia-Madrid que había salido de Valencia sobre las nueve o las diez
de la mañana arrastrado por dos locomotoras de vapor tipo Mallet. Éstas lo llevaban hasta Utiel donde tomaba el relevo otra
locomotora de vapor, ahora ya una Mikado, que le conducía hasta Madrid.
El
tren de las siete menos veinte
era, de nuevo, un tren “serio” tal como su hermano gemelo, el correo
Madrid-Valencia de la mañana, el ya citado tren
de las once. Llevaba coches de primera y de tercera clase pero eran de tipo
metálico y algo más confortables que los de los mixtos y semidirectos que los solían llevar de
madera. A sus elegantes viajeros de primera, que en su mayoría solían venir de
Valencia o de Cuenca, se les veía con frecuencia acodados en las ventanillas,
ya con gesto cansado, y con ganas de llegar a Madrid cuanto antes. En cualquier
caso, nunca puedo dejar de recordar que con este tren empecé a darme cuenta de que las locomotoras de vapor iniciaban su ocaso ya que
fue uno de los primeros en ser remolcados por las entonces totalmente nuevas
locomotoras diesel General Motors de la serie
1900. Nunca olvidaré cuando una tarde, parado con mi bici en la zona donde
se estacionaría la Mikado del tren de las siete, vi aparecer por la
curva del paso a nivel un “cajón” verde y amarillo que se acercaba haciendo el
ruido de varios camiones.
La General Motors 319-020 en cabeza del omníbus Madrid-Valencia durante una época en que salía de Madrid-Chamartín por obras en Atocha |
Era una de esas primeras 1900 y, al estacionarse donde debía haberlo hecho la Mikado, solo recuerdo que, en vez de altas ruedas negras, bielas rojas y chorros
de vapor, sólo aparecía un gran depósito de combustible con su indicador de
nivel mientras todo vibraba con el ruido del potente motor diesel de casi dos
mil caballos. De algún modo me di cuenta, con un punto de tristeza, de que algo muy importante para mí comenzaba a
desaparecer.
Cuando tras una breve parada el tren de
las siete se marchaba -y en su caso también lo hacía el de las cinco si por su
retraso había tenido que dar paso al correo-, la estación quedaba en calma
durante un buen rato pero poco tiempo después comenzaba la apoteosis final del
día. Y a esa, sobre todo en verano, no me gustaba faltar.
Alrededor de las ocho, el jefe de
estación, gorra roja en la cabeza y banderín también rojo y enrollado en mano,
salía al andén para dar paso libre al segundo Talgo Valencia-Madrid del día.
Pasaba raudo y majestuoso por la vía directa haciendo sonar su sirena que, como
ya he dicho algunas veces, es para mí el sonido más hermoso que ha habido en el
ferrocarril español. Poco después, una manchita blanca aparecía moviéndose allá
por la zona del monte de Mudela. Era de nuevo
el gorrinillo, el pequeño
automotor de dos ejes con motor Ford encargado del servicio Villacañas-Santa
Cruz. Ya había hecho este mismo servicio por la mañana para enlazar con un
horario muy apurado con el semidirecto Cuenca-Madrid.
Un "gorrinillo" en la estación del Norte de Madrid, esperando seguramente su traslado al Museo del Ferrocarril (foto de autor desconocido) |
Ahora venía con más
tiempo y se le notaba tranquilo sintiéndose protagonista. Tras estacionarse y
apearse los pocos viajeros que venían en él, el conductor del automotor –el
automotorista se le llamaba- bajaba a estirar
las piernas por el segundo andén y a veces se sentaba al borde del mismo acompañado
en animada conversación por el jefe de estación, el guardagujas y alguna otra
persona. Los recuerdo frente a mí; los observaba fijamente y me moría
de ganas por saber de que hablaban imaginando que compartían grandes secretos sobre
locomotoras y automotores… aunque probablemente su conversación estaría más
centrada en el fútbol o en los sueldos de RENFE.
Hacia las ocho y media el jefe de
estación se iba a su despacho y poco después solía sonar un timbre. Era el aviso de que el último tren
del día, el semidirecto Madrid-Cuenca,
salía de Villarrubia y en unos veinte minutos estaría en Santa Cruz. El jefe
tocaba la campanilla anunciando la próxima llegada, al tiempo que el guardagujas
montaba en su bicicleta y se iba hacia las agujas para colocarlas en vía
desviada, de forma que el tren entrara por el andén principal. Mientras tanto
llegaban bastantes personas a la estación a esperar a viajeros que venían generalmente
de Madrid o de Toledo; muchos de ellos eran los que se habían ido por la mañana en
el tren
de las nueve menos veinte. Llegaba también
la raspa -una antigua camioneta primero Ford y después Chevrolet- dispuesta a bajar a la plaza cargada de viajeros y llegaban también algunos coches particulares y carretines con sus caballos trotones. Se volvía a repetir
entonces de forma simétrica el bullicio de la mañana y, durante diez o quince
minutos, la estación se convertía en el mentidero principal del pueblo.
Mientras tanto, yo miraba insistentemente a mi derecha para ver allá a lo
lejos, antes que nadie, el foco de la Mikado
cuando diera la curva para enfilar directamente hacia la estación. El
automotorista ponía en marcha el otro motor del gorrinillo y el mozo de estación se situaba en la zona donde se
estacionaría el furgón de equipajes. La gente iba tomando posiciones en el
andén calculando hacia donde se apearían las personas que esperaban y el ayudante
de Luis el ordinario arrastraba el carrito hacía el lugar exacto en que él
aparecería.
Entraba la Mikado, lenta y solemne, con sus retumbar de hierros y sus chorros
de vapor al tiempo que un rojo incandescente iluminaba la parte baja de su
hogar. Rechinaban los frenos y el tren se detenía. Durante unos segundos todo
eran carreras, voces y señales por el andén; el jefe de estación observaba
cuidadosamente a unos y otros pero en seguida tomaba de nuevo gorra y banderín
y se dirigía lentamente hacia la locomotora. Allí saludaba al maquinista e
intercambiaban algunas palabras sin dejar de observar cómo, poco a poco, el
andén se iba despejando. Ahora, los viajeros empezaban a ocupar sitios en los
dos bancos corridos que tenía como asientos la
raspa y, si esos sitios se acababan, se acomodaban como podían, medio
agachados, en el centro. Otros se dirigían a los coches y carretines y muchos
emprendían el camino a pie hacia el pueblo.
Y a todo esto ¿dónde estaba yo?
Pues esta vez, no junto a la locomotora, sino asistiendo a la penúltima liturgia
ferroviaria del día. Me gustaba ver como Luis, el ordinario (el recadero) arrojaba con
destreza por la ventanilla hacia su ayudante los numerosos bultos que traía de
Madrid; lo hacía con toda rapidez porque el tren podía arrancar ya en cualquier
momento. Mientras tanto, algunos impacientes a su alrededor preguntaban por sus
encargos; a todos atendía Luis y a todos daba informaciones y razones.
El semidirecto abandonaba la estación
entre pitadas, resoplidos y patinazos de la locomotora. Yo veía como el
tren se sumía en la oscuridad y me parecía algo arcano y mágico ese camino en
la noche hacia una mítica Cuenca, adonde llegaría casi en la madrugada. En
seguida dirigía mi atención hacia el gorrinillo,
donde el automotorista, muchas veces casi en solitario, encendía el foco
mientras se despedía del jefe de estación y salía un poco como en desamparo –o
al menos eso me parecía a mí- hacia Mudela, Corral de Almaguer y Villacañas. Con el sonido lejano del pequeño automotor cambiando
de marchas, colocaba “la dinamo” sobre la rueda de mi bici y, alumbrado por
la luz mortecina y titilante de su pequeño faro, comenzaba a pedalear hacia
casa. Todavía adelantaba a Luis, el ordinario que, cansado pero servicial, seguía atendiendo a sus parroquianos mientras empujaba su carricoche con garbo. Llevaba seguramente en él múltiples ilusiones y deseos: una película del oeste
para el cine del tío Boni, una medicina urgente o unas cremalleras especiales
compradas en Pontejos...
Luis "el ordinario" (recadero diario a Madrid) (ilustración de Santiago Almarza) |
Detrás de Luis, y del chaval, y de su
bici, quedaba la estación sumida en la noche. Recobraría otra vez la vida al
rayar el día… pero ya tenía la vaga sensación de que para mí, y para otros muchos,
y para las locomotoras de vapor, aquel tiempo pasaría pronto y sólo quedaría el recuerdo
y la nostalgia. Ese recuerdo y esa nostalgia, junto con un profundo sentimiento
de gratitud, permanecen para siempre en mi corazón.